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El autor salvadoreño Javier Zamora cuenta su travesía como niño migrante en su libro de memorias ‘Solito’: una inmersión en la experiencia de la migración desde los ojos de un niño.
A los nueve años de edad, Javier Zamora emprendió sin sus padres el viaje de El Salvador a EE. UU. en un recorrido que casi acaba con su vida y cuyas secuelas siguen presentes hoy como un lastre emocional. Sin embargo, también hoy, a 20 años de aquella dura experiencia, Zamora celebra mejores circunstancias.
Ganador de certámenes de poesía, becado por la universidad de la Ivy League y acreedor de un visado de “habilidades extraordinarias” que merece su condición de inmigrante en Estados Unidos.
La migración puede ser una experiencia traumática para una persona, sobre todo, cuando son circunstancias adversas, ajenas a su control, las que le empujan a abandonar su hogar, su zona de confort, su entorno más familiar, para afrontar un viaje -por sí mismo, abrumador, las más veces, accidentado- que da inicio a una transición que parece nunca terminar de asentarse. Para un niño puede ser todavía más devastador. Para Zamora, no fue distinto.
“En apariencia estaba bien, pero por dentro tenía problemas. Tenía dificultades para trabajar y mis relaciones más cercanas estaban sufriendo. Mi vida personal se estaba desmoronando”.
comentó Zamora.
En un encuentro fortuito, un par de terapeutas le preguntó por qué bebía solo una tarde entre semana, una pregunta adecuada en el momento adecuado que se volvió un punto de inflexión.
La pareja le presentó a una alumna suya, especialista en la migración infantil, que había llegado a Estados Unidos de niña. Se convirtió en la terapeuta de Zamora y lo ayudó a quitar “la piedra que bloqueaba la puerta de mi felicidad”.
El trabajo en la terapia también le brindó fundamentos para Solito, su libro de memorias sobre la experiencia de la migración para un niño.
“En serio, este libro no existiría, no me estaría casando, no sería extrañamente tan feliz sin mi terapeuta”.
comentó Zamora.
Solito, publicado por la editorial Hogarth, es tanto una obra de sanación personal como un llamado implícito a los países, incluyendo a Estados Unidos, para que aborden las dificultades y el peligro que la migración supuso para Zamora y los riesgos que sigue entrañando para muchas otras personas. Contado desde la perspectiva de un Zamora de 9 años, Solito narra su viaje desde el pequeño pueblo de La Paz, El Salvador, donde vivía con sus abuelos, a través de Guatemala, México y Arizona.
Es una historia angustiosa, a menudo desgarradora, de precarios viajes en lancha, encuentros con guardias fronterizos corruptos y días calcinantes y desesperados en el desierto de Sonora. Pero la inocencia del joven narrador —y, a veces, su falta de conciencia del verdadero peligro de su viaje— también permite que haya momentos de humor, camaradería e incluso deleite.
Las peripecias de un pequeño migrante
Al caminar durante horas por el desierto, el joven Zamora no puede evitar maravillarse con lo que ve: cactus “como grandes piñas en una espiga” o árboles “como gigantes que nos observan”. Nombra sus plantas favoritas: “Solitarias, Puntiagudas, Vellosas”. Se fija en el parpadeo de las estrellas. “¿Por qué parpadean así? ¿Pueden ver la tierra bajo nuestros pies? Como los periódicos viejos. Truena. Cruje. Como caminar sobre cáscaras de huevo. Raja. Los galones de agua en las manos de la gente. Ploc. Volvemos a caminar”.
Al relatar cómo afrontó los peligros del viaje, se dijo que “debía procesar el miedo de alguna manera” y añadió que “encontrar la belleza en el paisaje o hacer bromas o amar de verdad la comida se convierten en tus nuevos grados de alegría. Quería honrar ese aspecto”.
El narrador expone lo inadecuado del término “menor no acompañado”: he aquí un niño, alejado de su familia y profundamente vulnerable, que experimenta el mundo por primera vez. Su protección —y, en última instancia, su supervivencia— se debe únicamente a los riesgos asumidos por una familia temporal de extraños que el niño encuentra en el camino.
Solito concluye con una caminata final por el desierto y el reencuentro de Zamora con sus padres después de años separados; su padre había abandonado El Salvador en 1991, tras huir de la guerra civil, y su madre se unió a él cuatro años después.
Cicatrices que deja la migración
La vida después de la migración era un nuevo desafío. Creciendo en el norte de California, Zamora sepultó su pasado y asimiló su condición hasta el punto de que sus mejores amigos desconocían su origen.
Un adolescente de carácter fuerte y un buen estudiante, Zamora se reencontraría con su patria a través de la poesía. La palabra hablada de Leticia Hernández-Linares y Roque Dalton, voces literarias de su patria, lo animaron a levantar su voz y contar su historia.
En secundaria, Zamora fue practicante en 826 Valencia, una organización sin fines de lucro que promueve la escritura, fundada por Dave Eggers y Nínive Calegari en San Francisco. Como parte de la experiencia, un poeta local fue su tutor y ahí hizo su primer intento de escribir. Se licenció en la Universidad de California, Berkeley y estudió en la Universidad de Nueva York. Obtendría becas de escritura en Harvard, Stanford, el Fondo Nacional de las Artes y la Fundación de la Poesía.
Su volumen de poesía debut, No acompañado, publicado en 2017 por la editorial Copper Canyon Press, ganó el Premio de Libro del Norte de California y fue finalista en el Premio Kate Tufts Discovery. Su lírica está impregnada por su identidad salvadoreña, fuertemente representada. En Solito y en su poesía, Zamora salpica su escritura con puntuación del español y caliche, el caló salvadoreño, porque “así es como pensamos, así es como yo pienso”, dijo.
El viaje continúa
Zamora también ha empezado a interactuar con su pasado de forma más directa. Luego de mudarse a Tucson, Arizona, empezó a hacer voluntariado con Salvavision, una organización de asistencia a migrantes que opera en los corredores del desierto del sur de la ciudad, que son punto focal de los cruces fronterizos, las deportaciones y la actividad de los cárteles.
La organización hace poco abrió un centro para migrantes en Sasabe, Sonora, una pequeña ciudad fronteriza donde Zamora pasó una noche durmiendo en la calle cuando tenia 9 años. En la pandemia se dispararon las deportaciones a esa ciudad.
Para Zamora, los riesgos inmediatos de la migración, al menos, se han desvanecido. Con su visa puede vivir sin preocuparse de “toparse con carros de la patrulla fronteriza”. Pero sigue reconciliándose con los sentimientos encontrados de un niño de El Salvador que vive en Estados Unidos.
Zamora sigue sanando, aunque todavía no ha hablado mucho con sus padres de todo lo que le pasó de pequeño. Más que nada, trabaja en su fuerza de voluntad para afrontar su trauma.
“Mi yo de 9 años, sentí que siempre me seguía como una sombra. Nunca me había parado a mirarlo ni a honrarlo por lo que realmente es, un superhéroe”.
concluyó Zamora.
FUENTE: New York Times.
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